Si alguien te quita, otro te da
Siempre había entendido de esfuerzo y sacrificio, pero
aún más de lo que significaba «dar», sin espera, sin acuse de recibo, sin más.
Cada vez que lo encontrabas en esas escaleras junto al
río, de aquella ciudad india, muy poblada y avasallante de turistas, ponía su
mejor sonrisa y te ofrecía sus artesanías, recubiertas con una dosis de bondad
y su apariencia servicial.
Desde que nació, Raúl vivió como cualquier otro chico;
aunque sin poderlo demostrar. Atrás de aquel joven, había una mezcla de
inocencia e ilusión que, al principio, parecía difícil de descifrar.
Había crecido sin su madre ‒que había fallecido
en el parto‒, y a sus catorce años comenzó a trabajar en la calle
por la enfermedad de su padre –quien se encontraba postrado por invalidez. Como
alguien debía llevar el pan a la casa para alimentar a su familia de tres junto
a su hermana de dieciséis, parecía que el futuro se encontraba escrito para él.
Un día, una turista lo encontró de la nada,
cambiándole el todo. Raúl le ofreció
sus artesanías como a todos, pero en vez de darse por vencido ante una negativa
de parte de ella, le preguntó a dónde se dirigía. Era una mujer de mediana edad
y se encontraba perdida entre tanto ajetreo; por tanto, Raúl se ofreció para
hacerle compañía, como quien sigue a quien pasa, solo por pura curiosidad.
Ese día fue de cero rupias para Raúl y con más de un
regaño de su hermana, por no llevar dinero a la casa, pero de cientos de
historias para esa mujer acaudalada; sin imaginarlo, ella había encontrado un
guía para conocer la ciudad y una buena compañía ante tanta soledad: se había
separado de joven por la imposibilidad de ser madre.
Como suele ocurrir a veces, algunos parecen tenerlo
todo salvo con quién compartirlo.
Se despidieron esa noche, prometiéndose reencontrarse
al día siguiente en el hotel donde ella se alojaba. Pasando juntos otro día,
tal vez Raúl sintiera por primera vez a alguien cercano como una madre, y la
buena mujer, a alguien como el hijo que nunca pudo tener.
Pero el destino que a veces decide no lo hizo posible,
y Raúl perdió otro día de trabajo en el tiempo que le tomó atravesar la ciudad
hasta ese hotel. En la recepción le informaron que la mujer que buscaba se
había marchado muy deprisa por la mañana. Al regresar a su casa, Raúl debió
soportar los regaños por perder el tiempo con turistas en vez de ponerse a
trabajar.
Pasaron los meses y los años, hasta que un día y
regresando a su casa como tras cualquier jornada, Raúl encontró a su hermana
llorando desconsolada mientras apretujaba una manta vieja de la impotencia: su
padre se encontraba en el hospital. El parte de los médicos era malo. Si en los
próximos días no lo operaban de su tumor maligno, el final ya estaba escrito.
A la mañana siguiente y aún entre sueños, el joven
escuchó una voz conocida que venía desde el frente de su casa.
—Raúl… Raúl, ¿estás aquí? ¡Soy Sarah! Esa que se fue
sin despedirse…
Aquella mujer que una vez supo esperar volver a ver y nunca
sucedió, había aparecido en su casa bajo un sol radiante; en ese paseo hacía
años por la ciudad, Raúl le había mostrado donde vivía y ella lo había
recordado. Ella estaba acompañada por un niño hindú que había adoptado junto a
su nuevo esposo. Este, un hombre poderoso, había escuchado su historia por boca
de su esposa y lo quería conocer.
Ambos le entregaron a Raúl una cuantiosa suma de
dinero.
—Es para el futuro de tu familia —dijo ella.
Emocionado, Raúl comprobó que alcanzaba para la costosa
operación que debía afrontar su padre, pero también supo algo más: él estaba en
lo cierto. El mundo todavía tenía buenas personas, y que la vida o algún dios,
así como te quita, también te da.
Comentarios
Publicar un comentario