Cuando no pasa nada, pero pasa un mundo
Darío había
decidido salir, irse, viajar de un lugar a otro. Lo hacía por necesidad más que
por deseo. Era algo interior que lo presionaba por dentro y pedía a gritos
salirse con la suya.
Cuando decidió partir, se llevó consigo solo sus maletas, sus momentos y sus recuerdos, pensando que con eso sería suficiente. Creyó que, en un tiempo no muy lejano, volvería para seguir con su vida, con sus cosas.
Cuando al fin se
fue, pese a saber a dónde, nunca supo realmente el porqué de esa decisión, ni
mucho menos qué le depararía la siguiente estación, el nuevo destino.
Algo temeroso, medio expectante y con el sentir a flor de piel, se sumergió en un nuevo mundo, en una nueva vida. Con nuevos desafíos, nuevos deseos y nuevos sueños.
Algo temeroso, medio expectante y con el sentir a flor de piel, se sumergió en un nuevo mundo, en una nueva vida. Con nuevos desafíos, nuevos deseos y nuevos sueños.
Mientras anduvo,
mientras vivió, fue conociendo personas. Historias de vida que se le
presentaron porque algo o alguien así lo dispuso. Se hizo de nuevos amigos, de
nuevas compañías con quienes pasar las horas de estudio, las jornadas de
trabajo, los momentos del día haciendo algo o no haciendo nada.
Cada tanto,
aparecieron nuevas vivencias. Se topó con experiencias inesperadas que quizás
estaban ahí para enseñarle algo. Como esa vez que una señora le ofreció sopa en
una estación de tren y le habló de su hijo que no volvió. Nunca supo por qué
eso lo conmovió tanto, pero aún la recordaba.
Hasta que una
noche cualquiera, caminando rumbo al bar de la esquina, se cruzó con una mirada
tan limpia y feroz, que sintió como si el tiempo parpadeara. Como si todo lo
que era y no era se reflejara, sin juicio, en esos ojos desconocidos.
Y fue ahí cuando
pareció que no pasó nada… pero pasó un mundo.
Ahí Darío
comprendió que ese tipo de cosas no pasan fácilmente, ni siquiera cuando uno
las busca. Porque podés pasarte la vida esperando ese momento que raramente
sucede. Pero, a veces, quien no lo busca tiene la dicha —o la desdicha— de
toparse con él. Y sentir en carne propia algo que no siempre tiene palabras.
Algo que te inmoviliza. Que te deja sin escudo.
Darío recordó ese
instante porque lo presenció. Esa mirada estuvo frente a él,y fue testigo de
ese momento exacto en que la vida se detiene… y las palabras sobran.
Ella también se
detuvo, pero no cruzaron palabra. Solo una pausa en el tiempo.
Luego, sin saber cómo, caminaron juntos hasta la puerta del bar. Entraron, compartieron una mesa, pero ninguna explicación.
Luego, sin saber cómo, caminaron juntos hasta la puerta del bar. Entraron, compartieron una mesa, pero ninguna explicación.
Esa noche no se
dijeron mucho. No hacía falta. Pero al día siguiente, Darío no fue a trabajar.
Ni a estudiar. Ni a donde iba siempre. Se quedó y no con ella ni por ella.
Se quedó con la
certeza de que el mundo puede cambiar sin que nada pase. Donde a veces basta
una mirada para que lo invisible se vuelva evidente. O para descubrir que lo
que cambia no siempre hace un sonido.
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