Y sin embargo, se muere

 

     Había pasado los 60 y aunque no se notaba, Esther era de esas mujeres que sabían cargar con los años sin que pesaran. Su andar era calmo, pero firme. Su presencia, ligera. No tenía hijos, ni pareja, ni demasiadas pertenencias. Pero sí una biblioteca inmensa y una serie de costumbres que nadie más comprendía.

     Se levantaba temprano, se preparaba un café que bebía sola en el jardín, anotaba pequeñas reflexiones en un cuaderno y hablaba con los colibríes, como si fueran viejos conocidos. Pero esa mañana, algo distinto ocurrió.


     No fué un temblor, ni una tragedia. Fue una noticia, de esas que llegan sin pedir permiso. Murió un vecino, uno que ni siquiera conocía bien. Pero su muerte la sacudió porque si bien no era cercana, sí posible. Y la posibilidad es a veces más inquietante que la certeza.
     
    Ese hombre se había ido así nomás, una mañana cualquiera, como quien se olvida de cerrar la puerta y no vuelve.
     
    Esther en ese instante cerró su cuaderno, y por primera vez en mucho tiempo, no escribió nada.
Solo pensó.
     
    Pensó en la muerte. En la suya. En la de todos. En esa idea que arrastramos como una sombra, que todos reconocemos, pero evitamos mirar. La verdadera y única certeza que tenemos y de la cual no hay promesa más segura como que un día, vamos a morir.
     
    Y con esa certeza, le llegó un remolino de verdades: 
La gente muere y queda todo ahí.
     
    Los planes a futuro, las promesas a medias, las llaves colgadas, los mensajes sin contestar.
    
    Muere la gente y los cajones siguen llenos, las camas siguen tendidas, la ropa sigue colgada en el armario y la heladera aun funcionando como la luz de la mesa de noche.
     
    Muere alguien y su sillón favorito ya no es de nadie.
Los perros se adaptan, los amigos siguen reuniéndose, los abrazos se mudan a otros cuerpos.
Esther, ese día en el jardín, se quedó un largo rato.
     
    Recordó sus años de juventud, cuando postergaba viajes, cuando se guardaba el perfume importado para una ocasión especial, cuando se decía a sí misma que ya habría tiempo. Que el amor no urgía. Que las disculpas podían esperar. Que los besos también.
     
    Pensó: Qué curioso que postergamos tanto cuando lo único que no se posterga es la muerte.
    
    Y es que nadie espera morir.
Pero si lo hiciéramos, si cada uno de nosotros viviera sabiendo que puede ser hoy, tal vez usaríamos ese vestido especial sin motivo, comeríamos el postre antes del almuerzo, y miraríamos al cielo con más frecuencia, como cuando éramos niños.
     
    Esther pensó que a lo mejor, si más personas recordaran que todo puede terminar sin aviso, habría más abrazos y menos ofensas. Más canciones bailadas en la cocina y menos quejas por lo que falta. Más gratitud por lo cotidiano y menos necesidad de tener razón.
     
    Porque cuando uno muere, ni siquiera se entera del caos que deja. No se entera de las lágrimas ni de las risas que vuelven. No sabe si lo recuerdan bien o si sus cosas fueron tiradas o vendidas.
     
    Porque el tiempo sigue y nosotros no y eso es lo más real que existe.
    
    Esther esa noche no encendió la tele. No leyó. No escribió.
Solo abrió su armario, sacó el perfume que guardaba para “cuando fuera necesario” y lo usó como si fuera su último acto importante del día.
Se puso una blusa blanca que le gustaba y que nunca usaba porque “era muy bella para ensuciarla”.

     Y entonces escribió en su cuaderno una sola línea:
Hoy viví un poco más que ayer. Porque recordé que la muerte existe. Y no me asusté.



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