Lazos de familia
Durante
años, Sofía soñó con recorrer esas calles que su abuela siempre evitaba
mencionar, como si en ese silencio habitara un dolor demasiado antiguo para
decirse en voz alta. Pasaron suficientes primaveras hasta que, en uno de tantos
días, se encontró tan cerca de lo desconocido como de lo tan ansiado.
Sofía
era actriz y se encontraba en Italia, en pleno rodaje. En uno de esos días de
descanso entre set y set, decidió visitar el pueblo donde habían nacido su
madre y su abuela. Esta última, cada vez que se le preguntaba sobre ese lugar,
esquivaba el tema. …y cuando lo hacía, su mirada se perdía por la ventana, como
quien conversa con el pasado sin querer invocarlo del todo. Alegaba que allí ya
no le quedaba familia y que, por eso, desde adolescente y tras marcharse con su
hija pequeña, nunca más había regresado.
Sofía, sin ninguna información y sin que su abuela lo supiera, sintió igualmente el deseo de ir. No hablaba el idioma ni sabía por dónde empezar, pero comenzó a golpear puertas, preguntando como podía si alguien conocía el apellido de su abuela. Muchos la hacían pasar ilusionados a sus casas; en ese pequeño pueblo, muchas familias tenían parientes en Brasil.
Así,
entre bienvenidas y cálidas recepciones, Sofía -con pausa pero con prisa- fue
poco a poco sumergiéndose en esa ciudad llena de historias. Buscaba, en parte,
algo de la suya.
En
una de esas casas, alguien le pidió que aguardara, que pronto llegaría una
persona que conocía a la familia de su abuela. Mientras Sofía esperaba,
sintiéndose una intrusa, observó llegar a un hombre quien se dirigió a ella
preguntándole: -¿Antonia? ¿Brasil? -Sí- respondió ella. -Acompáñeme, que iremos
con su familia -exclamó el señor, con su portugués italianizado.
Sofía
llegó a una casa donde varias personas la esperaban con ojos curiosos y una
sonrisa tímida, pero entre ellas destacaba una mujer de cabello blanco, erguida
a pesar de los años. Cuando sus miradas se cruzaron, Sofía sintió que estaba
viendo a su abuela duplicada por el tiempo y el silencio. Mientras se
abrazaban, Sofía iba percibiendo que los rostros de las otras personas allí
reunidas se parecían a los de sus familiares brasileños. Mientras estaba algo
confusa, recordaba las palabras de su abuela, que siempre le decía que no fuese
a ese pueblo, porque ya no quedaba nada de lo que una vez había sido su
familia.
Después
de unas horas y de una cálida hospitalidad, Sofía pidió ir a conocer la casa
donde había vivido su abuela y su madre, a lo cual una persona allegada a la
familia se ofreció para cumplirle el pedido, ya que estaba a pocas calles de
allí; bastaba con caminar un poco para llegar a destino.
Ya
de camino, Sofía, entre conmovida y aún expectante, recibió una pregunta fría y
directa:
-¿Tú
sabes por qué tu abuela hace 50 años que no viene, ni escribe, ni sabemos nada
de ella desde entonces? -le dijo aquella persona, mirándola a los ojos. -La
verdad es que no lo sé. Ella dijo que aquí no vivía nadie- respondió Sofía. -No
-replicó esta persona-. Yo te voy a contar la verdad.
Tu
abuelo, en ese entonces, se paseaba por el pueblo de aquí para allá, y a la
hermana de tu abuela y a su madre no les gustaba. Él la dejó embarazada y, por
la vergüenza que causó en el pueblo, tuvo que tomar uno de los barcos rumbo a
América del Sur. Le prometió a tu abuela que le enviaría cartas cuando tuviera
trabajo, para que se reunieran. Pero esas cartas nunca llegaron a sus manos. Su
hermana y su madre las escondieron.
Tu
abuela esperó tres años. Pero tu abuelo nunca se comunicó.
Un
día, un primo hermano de tu abuelo la contactó y le entregó dos pasajes junto a
una carta que decía que se viniese para Brasil, para así poder formar una
familia.
Sofía,
ya de regreso en Brasil, fue a visitar a su abuela y apenas verla le dijo:
-¡Abuela, estuve en tu pueblo! A lo que su abuela exclamó: -¿Se acabó el
secreto, verdad?
Sofía
se sinceró y le dijo a su abuela que traía consigo una caja llena de regalos y
fotos, pero que la única condición para que ella los recibiera era que debía
hablar por teléfono con su hermana, después de 57 años.
Si
bien la abuela se rehusó a la propuesta, ante la insistencia de Sofía, observó
la caja de reojo y decidió aceptar, diciéndole a Sofía que la aguardara un
momento. Pasaron los minutos y la abuela no regresaba de su cuarto, hasta que
de pronto volvió arreglada y peinada como si se fuesen a ver personalmente.
Ahí, Sofía, sintiendo una responsabilidad enorme ante tal compromiso, comenzó a
discar el número telefónico.
-¿Y
ahora qué le digo?- preguntó la abuela, nerviosa. -Hablá, abuela. Es tu
hermana- respondió Sofía.
La
abuela sostuvo el teléfono, dijo dos veces “Hola” y luego exclamó: -Ya está, ya
hablé, nadie responde.
Sofía tomó el teléfono. Al llevarlo a su oído comprobó que era cierto: no estaban hablando. Estaban llorando. En ese silencio compartido, no hacían falta palabras. Medio siglo de distancia se acortaba con cada lágrima.
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