Universidad de la vida
Sentado sobre un cordón de vereda, y bajo un frío
azul de invierno, Enrique mantenía su mirada posada en los viejos cristales del
bar de enfrente, lugar donde había estado su última treintena y que hoy, con un
cheque de retiro en sus manos, inspiraba obnubilado entre un pasado que había
sido su presente hasta hacía unas horas y un futuro sin respuestas por no
conocer las preguntas.
Guardó el cheque en su pantalón a rayas de tiro
corto y bajó su mirada hacia sus zapatos que hacían juego con sus tiradores
negros; la vida parecía barajar y dar de nuevo, y Enrique se había quedado sin
cartas y sin saber las reglas del juego.
Mesero de profesión, supo escribir una vez que tomó un avión con el motivo del casamiento de su hija, en Madrid, y debió completar el formulario de preembarque en el aeropuerto, hacía ya más de quince años. Oración corta y simple, que tantas veces expresó cuando se lo preguntaban o mencionaba cada vez que se solía presentar.
Él sostenía que todas las actividades eran una profesión, y no solo las estudiadas, como nos acostumbraron los títulos de los centros de altos estudios del presente, llamados Universidad. Enrique siempre fue un fiel creyente que un oficio tenía el mismo valor, que cualquier quehacer era un hacer y que cada uno era lo que hacía con su vida y cómo se la ganaba.
Entre esa mezcla de recuerdos que le venían a la memoria, desordenados como lo acostumbraba la melancolía, él no podía creer que lo que hasta ayer había significado su escuela de la vida, hoy tenía colgado de una de sus puertas un cartel que decía «Cerrado por derribo».
Justo allí, donde desde chico pasó el tiempo entre mesas que fueron testigos de las risas que logra la complicidad, de las lágrimas de algún desamor y de la identidad por sentirse parte. Recuerdos que se desvanecían conforme recordaba a sus clientes habituales, esos que nunca faltaban por su café en la mañana. A los grupos de amigos, que copaban las tardes entre semana fiel a sus encuentros hechos costumbre. A la familia del domingo, esa que decidía una vez por semana, compartir afuera lo que realmente eran por dentro, y a tantos otros personajes solitarios, que aterrizaban a media noche, como desde otro planeta, camuflándose en la soledad. Y a sus propias amistades, que por suerte alentarían sus horas en los días por venir.
Sobre el cordón de esa calle adoquinada, de ese bar con sabiondos y suicidas, y que bajo clases de filosofía, dados, timba y billar supo pausar tantas mañanas como semanas, su mirada a través de una ventana ayudaría a Enrique a cambiar su perspectiva, en esos momentos donde la única universidad era ese bar, y la materia más importante que se dictaba, era la vida.
¡Muy buena la nota! Felicitaciones Agus!!
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