Amores perros

Camila transitaba su primer año de universidad lejos de casa, compartiendo esa etapa de la vida con muchas otras personas, que al igual que ella, fuera por obligación o convicción, se habían mudado a otras ciudades en búsqueda de un presente que les garantizara un futuro mejor.

Si bien con los años ella había aprendido tanto a ganar como a perder, su rostro nunca se había transformado tanto como ese lunes a la mañana, camino a clase, en el instante en el que leyó un mensaje de texto y entonces comprendió que lo que no es, puede llegar a ser. Que hasta lo que no es humano puede dejar de existir de un día para el otro y junto a eso, la mitad de la vida de cualquier ser racional, cuando el lenguaje que supo ser sólo con gestos cuando todavía no había experimentado sus primeros pasos, se había transformado con el correr del tiempo en un camino lleno de huellas compartido con su mejor amigo: su perro.


Su héroe de historias inventadas para sus amigas, su admirador de soledad frente al espejo, su mejor consejero sin decir una palabra en momentos de indecisión. El recepcionista de su casa a cualquier hora, su compañía a los pies de la cama en noches de tormenta y en las siestas de vacaciones lejos de casa. La razón de muchas de sus razones, el sentido de tantas otras, su testigo más devoto, dejaba de hacerse presente para que su ausencia se note.


Y allí estaba Camila, con miles de recuerdos convertidos en imágenes, presentándose como diapositivas marcando un antes y un después. Entre esa niña y su primer día de escuela, y la joven camino a la universidad que ahora volvía a su infancia, entendiendo que el amor es una palabra de cuatro patas.


La calma en días de furia, el reclamo ante la falta de atención, el lengüetazo en medio de su tristeza. El consuelo ante las lágrimas, la bienvenida después de tantas horas afuera y la alegría de saber que alguien corría a toda velocidad al verla entrar, le enseñaron el significado de la incondicionalidad. Había vivido más que cualquier otro animal de su especie y ya era tiempo de cruzar el arcoíris a su nuevo hogar, entre medio de dos estrellas para que los niños lo vean, o quien sabe a dónde, para aquellos adultos incrédulos por el cotidiano desconcierto.


El amigo de sus amigos, el celoso de ratos, el protector ante los desconocidos, se hacía inmenso en esa mañana, quizás parecida a muchas otras pero que estaba siendo única en la vida de Camila. Por ser su amigo fiel, que así como un día apareció, en otro se había ido, para siempre.


El seguro compinche de su padre, el observador de su madre a la hora de la comida, el cómplice de su hermano menor, el secretario privado de su hermana, la mayor.


El conciliador en discusiones, el empático ante el dolor, el leal sin importar el modo, el confidente de los más grandes secretos y el oyente de cuentos interminables antes de dormir.


El gran espectador de las películas frente al sofá, el amigo de meriendas por la tarde, el que aparecía en todas las fotos, el concepto completo de la palabra «familia». El íntimo de nuestro microcosmos, el integrante que una vez adoptaron y, que sin ser de la misma sangre, se había convertido en más que un pariente.


Se iba, en parte como había vivido, sin decir una palabra, pero habiéndolo demostrado todo.


Mejor incluso que varios de nosotros, los humanos.


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