A puertas cerradas
Y allí estaba Antonio, ese ejecutivo que con su treintena de años encima, pensaba que ya nada de su pasado le podría incomodar en su presente perfecto, ni tampoco en su futuro lleno de ilusiones y de grandes sueños. Nunca pensó que el momento más significante de su vida llegaría cuando se cerrara para siempre una de las puertas con las que había nacido y crecido, una puerta que siempre había estado abierta: la casa de los abuelos.
Al
cerrarse esa puerta, finalizaban los encuentros, a veces tan grandes que
parecían una familia real. Acababan las tardes alegres con los tíos, primos,
nietos, sobrinos, padres y hermanos; incluso con una novia o un novio de paso,
con los vecinos enamorados de la calidez que emanaba desde el interior.
Cerrar
esa casa suponía decir adiós a las canciones con la abuela y a los consejos del
abuelo, al dinero que le daban a escondidas, a los gestos cómplices y a los
castigos incumplidos. A llorar por los que se habían ido, como a reír por los
nuevos que vendrían.
Para él,
estar en esa casa era lo que toda la familia necesitaba para ser feliz, juntos
ante el porvenir. Desde los reencuentros en Navidad, con las sillas y las mesas
llenas, con plegarias de bienvenida y bullicios que daban vida a la vida, hasta
las tardes de prisas en las que solo se pasaba a saludar.
Para
Antonio, la puerta que se cerraba contenía a ese niño abriendo regalos y que se
sentaba junto a los adultos en la misma mesa, que jugaba desde almuerzo hasta
el postre, desde el aperitivo hasta la cena, porque cuando se estaba en
familia, el tiempo se detenía.
Tendría
que despedirse de la emoción de llegar a la cocina y destapar las ollas con
curiosidad. Debía decir adiós a los abuelos sentados con sus padres a los
costados, esperando para darle un beso junto con el sentir de la vida. Serían
recuerdos de, tal vez, épocas mejores, de cuando la inocencia todavía lo
habitaba y de lo que todavía no era siempre podía ser.
Quizás, Antonio nunca había comprendido eso de
que cuando ciertas puertas se abren, otras se cierran. Y por unos instantes
comprendió que el momento menos pensado había llegado. Que el niño que una vez
fue, ahora despertaba su memoria para recordarle que, si bien parecía que
hubiera sido ayer, todo había pasado muy rápido. Por tanto se prometió que para
la próxima vez que estuviese ante una nueva casa con abuelos, iba a cerrar sus
ojos, inspirar y concentrarse; porque allí, entre los rincones y los recovecos,
escucharía el eco de una risa o un llanto tras las puertas, atrapado en el
tiempo.
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