Historia de plaza
Esteban se había
sentado en esa plaza sin saber bien por qué. A pesar de que no era su rutina
porque ni siquiera vivía cerca. Simplemente, esa tarde, algo lo llevó ahí. Tal
vez las ganas de dejar de pensar o tal vez las ganas de volver a hacerlo.
Fue entonces cuando los vio. Justo allí, como en cámara lenta.
Dos chicos, de no
más de nueve años, se hamacaban con la soltura del que no piensa en caerse. El
chico tenía zapatillas blancas que cada tanto raspaban el suelo y la chica, una
camiseta celeste de algún regalo reciente y un rodete hecho con más voluntad que
prolijidad.
A un costado, dos muñecas descansaban sobre el banco, ignoradas por ahora.
A un costado, dos muñecas descansaban sobre el banco, ignoradas por ahora.
Se hablaban con seriedad o con lo que, a esa edad, se entiende por seriedad. Discutían sobre qué querían ser de grandes, qué harían si fueran ricos o qué nombre pondrían a sus futuros hijos.
Ella, con algo de nervios, parecía como que esperaba que él la besara. Él, con algo de miedo, esperaba no arruinarlo todo. Y en ese pequeño mundo de juegos, lo más importante estaba a punto de pasar, sin que nadie alrededor lo notara.
Esteban los
observaba como si mirara una vieja película en la que había actuado sin darse
cuenta y recordó que en su propia infancia no hubo muchas plazas o al menos no
las suficientes. No tuvo hamacas ni un rodete improvisado frente suyo. Sino al
contrario, tuvo más silencios que palabras, más obligaciones que travesuras.
Tuvo que inventarse el juego y aprender a ser grande antes de tiempo.
Tuvo que inventarse el juego y aprender a ser grande antes de tiempo.
Pensó entonces en todas las veces que, de adulto, se detuvo a pensar si estaba bien lo que hacía, si debía o no hablar, si podía equivocarse, si se permitía querer.
Y vio en esos chicos algo que los grandes perdemos: la osadía de no pensar tanto, de no necesitar explicaciones, de hacer lo que se siente, y dejar que el resto se acomode solo.
El sol bajaba lento, los chicos se alejaron corriendo hacia otro rincón del parque, entre risas y tierra.
Él miró a su alrededor y no había nadie cerca. Entonces, sin pensarlo, se acercó a la hamaca vacía, se sentó, y se dejó llevar un poco por el vaivén.
Por un instante,
cerró los ojos.
Y comprendió que tal vez la vida no era más que eso:
Una historia de plaza. Una simple travesura que cuando se recuerda con delicadeza, valió la pena vivir.
Y comprendió que tal vez la vida no era más que eso:
Una historia de plaza. Una simple travesura que cuando se recuerda con delicadeza, valió la pena vivir.

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