El comienzo de los días

    A Valentina le temblaban un poco las manos mientras deslizaba el dedo por la pantalla para confirmar el pasaje. Ese “clic” no solo compraba un vuelo, sellaba una decisión. No sabía si era valentía o desesperación, pero había llegado el momento de irse. Otra ciudad. Otro país. Otro mundo.

    Las despedidas no siempre se gritan. A veces se dicen en un abrazo largo o en una frase que parece más liviana de lo que es: "Mantenme al tanto". A veces se llora en silencio, en el taxi al aeropuerto, cuando la ciudad se ve por última vez desde la ventana trasera.


    
Valentina llegó sin mucho más que dos maletas, algunas palabras sueltas en otro idioma y una mezcla constante de miedo y entusiasmo que no le daba respiro. Los primeros días no sabían de costumbre: todo era nuevo, cada cosa era un primer momento. Primera vez en ese supermercado. Primera vez que se subía a ese tren. Primera vez que se reía con alguien que no entendía del todo. Primera vez que se sintió completamente sola, sin entender por qué.

    Descubrió que hablar no siempre es necesario para hacerse entender. Que una sonrisa, un gesto, una mirada de “gracias” tiene su propio idioma. Que la nostalgia no pide permiso, aparece en lo cotidiano: el olor del pan de su barrio, el ruido del autobús, la forma en que el sol entra por una ventana.

    Vivir lejos era, también, un ejercicio constante de comparación. Lo nuevo frente a lo de antes. Lo fácil frente a lo que ahora costaba más. Las reglas eran otras, y adaptarse no era opcional. Aprendió a elegir qué batallas valía la pena pelear. A ver lo positivo como obligación, incluso cuando solo quería encerrarse y no salir más.

    Conoció personas que le prestaron hogar en una mirada, risas en un café o consuelo con un "te entiendo" que no necesitaba traducción. Probó sabores nuevos, caminó calles que un día ya no le parecieron ajenas. Se equivocó muchas veces, lloró otras tantas, pero siguió. Saltó un obstáculo a la vez. Y eso fue suficiente.

    Un día cualquiera, mientras esperaba el metro, se dio cuenta de que ya no se sentía de visita. Que ya no miraba todo como una turista del idioma ni como una extraña del clima. Había empezado a pertenecer. No del todo, pero lo justo. Lo suficiente como para decir “estoy bien” sin mentir.

    Y aunque seguía extrañando lo más simple de su vida anterior —ese saludo de su vecino, el café de siempre, el olor a tostadas en casa de mamá— entendía que lo que más dolía era lo que más la había formado. Que irse también era otra forma de quedarse.

    Cambiar de ciudad, de país, de idioma… no era solo mudarse. Era vivir de nuevo. Desde cero. Como si la vida se reescribiera con letra más firme, con menos certezas, pero más presencia.

    Y así, Valentina comprendió que el verdadero idioma universal no se habla. Se vive.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Si alguien te quita, otro te da

Y sin embargo, se muere

Siempre amigos