Nuestro cuarto del fondo

        Para Joaquín, los días habían comenzado a confundirse entre sí. Cada mañana lo sorprendía idéntica a la anterior, y cada semana parecía repetirse como un eco interminable. La rutina se había vuelto un carrusel que giraba sin detenerse: los compromisos, las obligaciones, las urgencias que reclamaban su atención inmediata. Entre todo eso, a veces se descubría caminando en automático, olvidando incluso hacia dónde se dirigía, como si su brújula interior hubiese quedado guardada en algún cajón.

Había noches en las que, cansado, sentía un deseo extraño: detener el tiempo. Parar el reloj, aunque fuera por un instante, y quedarse allí, inmóvil, lejos del ruido y de las demandas externas. No importaba su edad, su trabajo ni los roles que cumpliera en la vida. En el fondo, lo que anhelaba era un respiro. Un alto en el camino. Un refugio.

Entonces regresaba a su memoria aquella charla que alguna vez escuchó, titulada “El cuarto del fondo”. Se refería a ese espacio casi secreto de las casas familiares, aquel cuarto apartado, al final del pasillo o al fondo del patio, donde se acumulaban las cosas que ya no se usaban pero que, por alguna razón, nadie se atrevía a tirar. Allí convivían maletas viejas, muebles que habían perdido su lugar, cajas con rótulos escritos a mano: “Ropa de invierno”, “Juguetes”, “Navidad”. Pero más que objetos, ese cuarto contenía historias.

Joaquín recordaba perfectamente el de la casa de sus abuelos. Era llegar, besar a la abuela en la mejilla, preguntar por el abuelo y escuchar siempre la misma respuesta: “Está en el fondo”. Y al caminar hasta allí, se abría un mundo distinto. No era solo un espacio lleno de herramientas y trastos viejos: era un universo paralelo. Dentro, el abuelo lo esperaba con la radio encendida, siempre ocupado en algo —arreglando un juguete roto, fabricando un barrilete, improvisando algún invento inútil pero fascinante— o, simplemente, sentado en silencio, dejándose acompañar por el zumbido de las voces en la radio.

Ese cuarto tenía un olor particular: mezcla de madera, hierro oxidado y tiempo detenido. La luz entraba apenas por una ventana alta, y lo demás quedaba en penumbras. Para Joaquín niño, era como entrar en un santuario secreto donde lo ordinario se transformaba en extraordinario. Allí el tiempo no corría igual. Allí no importaban los relojes ni las tareas de la escuela: todo parecía poder esperar.

Hoy, tantos años después, Joaquín entendía que ese cuarto había sido mucho más que un depósito de objetos olvidados. Era un refugio. El lugar donde su abuelo encontraba paz, donde su padre reparaba lo que se rompía, donde se guardaban también los silencios y las pausas que el resto de la casa no permitía.

Los abuelos ya no estaban, la casa de la infancia había quedado lejos, y la modernidad había borrado de los hogares aquellos espacios. Sin embargo, para Joaquín, el cuarto del fondo no había desaparecido: simplemente había cambiado de forma.

Ahora, en medio de los días agotadores, lo buscaba dentro de sí mismo. Ya no eran herramientas lo que guardaba allí, ni cajas polvorientas. En su cuarto del fondo interior habitaban otras cosas: un libro a medio leer, las zapatillas listas para salir a correr, el cuaderno donde escribía de vez en cuando, alguna canción que lo devolvía a la calma. Era un espacio invisible pero real, donde el ruido del mundo quedaba afuera y solo quedaba él, en silencio, respirando.

Joaquín comprendió que todos, de alguna manera, llevamos ese cuarto dentro. Un lugar íntimo al que podemos acudir cuando la rutina nos devora, cuando sentimos que no hay aire suficiente, cuando la vida parece exigir más de lo que podemos dar. Allí, en ese rincón secreto, es donde se reorganizan las cartas que nos toca jugar. Es donde se acomoda lo que pesa, se descansa de lo urgente, se piensa lo que vendrá.

Y cada vez que volvía a ese cuarto, recordaba lo esencial: que la vida no se trata solo de correr detrás de lo que falta, sino también de detenerse, aunque sea un instante, para recuperar lo que ya tenemos.

Si era cierto que la vida estaba hecha de momentos, Joaquín estaba convencido de que ese debía contarse entre los más importantes. Porque no era un instante compartido ni prestado: era suyo. Propio. Intransferible. Como ese cuarto del fondo de su infancia, que siempre estaría allí, esperándolo, aunque ya no existiera en ningún patio.



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