Sin olvido

             Él estaba en el café de siempre, el que aún conservaba las sillas de hierro negro y las lámparas amarillentas que parecían resistirse al paso del tiempo. No la esperaba —hacía tiempo que había dejado de hacerlo—, pero ahí estaba. Entrando como si nada hubiera cambiado, como si todos los encuentros fallidos y las despedidas a medias no hubieran dejado huella.

            Cada cierto tiempo volvía al mismo bar, a la misma hora en la que se habían dicho adiós años atrás. Lo hacía con la secreta esperanza de que, por esas cosas del destino, ella apareciera de nuevo. Para quizá decirle todo lo que aquella tarde no alcanzó a confesar, o para callar lo que nunca debió haber dicho. Y, sobre todo, para volver a escuchar esa voz que con los años se le iba borrando de la memoria, pese a sus esfuerzos por retenerla.

            Tal vez por miedo a un desencuentro, a descubrir que ella ya lo había olvidado, o quizás por sentir que no era correcto ahora que tenía pareja, Gustavo nunca se decidió a contactar a la mujer que lo había marcado para siempre.

            Prefería vivir de la ilusión, añorando en silencio el día en que volviera a cruzársela, antes que escribirle para saber si aún existía la posibilidad de compartir un café, o aunque sea, unas líneas de texto. Para confesarle que jamás había dejado de pensar en ella.

            Pero la vida, que a veces es injusta y otras tantas sorprendentemente imparcial, no le pediría más regresos, ni más excusas para seguir postergando. Esa tarde la casualidad lo alcanzó.

            No solo porque volvió a llover como aquella otra vez —no la misma lluvia, claro, pero casi: fría, persistente, de esas que empapan más por paciencia que por fuerza—, sino porque de pronto, Gustavo escuchó una voz familiar a sus espaldas. Una voz que pronunciaba su nombre y le recordaba que las coincidencias, aunque escasas, existen.

            Ella apenas lo vio sonrió. No de felicidad, sino de reconocimiento. Era la misma sonrisa que le dio dieciocho años atrás, cuando se sentaron por última vez junto a esa ventana y él, sin saber por qué, no se atrevió a tomarle la mano.

            Su corazón, sin pedirle permiso, comenzó a golpearle el pecho como aquella primera vez. En un segundo, el presente y el pasado se fundieron, y Gustavo sintió que los años se deshacían, que todo lo vivido en el medio —parejas, mudanzas, derrotas, rutinas— quedaba suspendido, como si solo hubiesen existido para llevarlo de nuevo a ese instante. Se preguntó si a ella le ocurría lo mismo, si también había guardado algún rincón secreto de la memoria para aquel muchacho que fue él.

            Ella dejó el paraguas apoyado contra la mesa y se quitó el abrigo lentamente, como si buscara tiempo. No era la misma de antes, claro: las arrugas nuevas, la mirada más cansada, los gestos menos impulsivos. Pero había algo intacto, una esencia que sobrevivía al calendario y que a él lo desarmaba por completo. Quizá la sonrisa, quizá la forma en que al acomodarse el cabello lo hacía parecer un gesto ensayado mil veces, aunque siempre espontáneo.

            La camarera dejó dos cafés sobre la mesa, sin que nadie los pidiera. Como si supiera que el tiempo, otra vez, iba a ser breve. Pero suficiente. Al menos para decirse, aunque fuera en silencio y con la mirada, todo lo que durante años no habían logrado pronunciar.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Si alguien te quita, otro te da

Y sin embargo, se muere

Lazos de familia